Me calzo una bota.
Mis hijos usaban botas. Eran mis hijos. Yo los había criado cuando nuestra
madre murió. A ellos y a Carmen. Por eso me destrozó el corazón la muerte de
Ignacio y Martín. Su muerte y la injusticia que le siguió. Uno, en su cómoda
sábana. Limpia, reluciente. El Otro, con una almohada de barro y cosquillas de
los animales carroñeros. ¿Quién dictó tan cruel sentencia? Galván.
Ato los cordones de mi calzado.
Esa noche me sentía incompleta, no dormí. Un pedazo de mí aún descansaba
con Ignacio. Eso mismo fue lo que me llevó hasta él. El cuerpo estaba
destrozado, no parecía suyo. Lo escondí del mundo, del sol. Decoré su lugar de
descanso con una cruz y flores.
Acomodo mi camisa.
A la mañana siguiente les fue imposible ignorar mis huellas y la ropa que
había dejado a la vista. Tampoco negué mis acciones. Necesitaba hacerlo y tomé
responsabilidad por lo que había hecho. Por eso jamás me opuse a mi destino.
Luego comprendí a Galván. Mi muerte era necesaria para la prosperidad de todos.
Coloco un saco sobre mi espalda.
Quien no pudo aceptar el curso de los hechos fue Lisandro. Mi Lisandro. El
pequeño que se convirtió en hombre en un parpadeo, que desafió las órdenes de
su padre por mí. Realmente me hubiera gustado un futuro con él.
Ahora me paro derecha. El momento se acerca. Subo a mi alazán y emprendo mi
último viaje. Cabalgo hacia el horizonte, hacia la frontera, hacia el sol. Sol
que no ha visto el cuerpo de Ignacio.
Un rápido galope detrás de mí me desconcierta. El jinete me alcanza. Está a
mi lado. Lo miro. Me sonríe. Toma mi mano y me acompaña en una nueva aventura.
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